miércoles, 15 de octubre de 2008

GLOBALIZACIÓN

Buenas-buenas:

He aquí una nueva ocasión en la que arriegué el pellejo más de lo que esta estipulado en mi contrato. Nunca la llegué a ver pero supuse que la subida de sueldo que recibimos la última vez (venía firmada por el mismísimo ministro Boyer) tuvo que contemplar una asunción de riesgos laborales propios del cargo (si a este empleo se le puede llamar “cargo”). Pero creo que el insulto desmedido y la amenaza de muerte no estaban en esa subida. Eso lo iban a incluir en la siguiente subida, la de 2019, según me dicen mis fuentes (siempre he querido decir esto, y al igual que los periodistas no existen tales fuentes; es que queiro dar mi opinión personal y no tengo lo que hay que tener para decir que es cosa mía).

El caso es que esto aconteció, al igual que el capítulo anterior en sábado futbolero. Madre mía, la de partidos que me habré perdido por dar de comer a las gentucillas varias del pueblo mío de mis amores. Fue un sábado nocturno de algún partido del siglo cualquiera. Sólo sé que jugaba el Madrid; de lo demás no sé nada, salvo que sería un partido interesantísimo puesto que la cantidad de trabajo era ingente, se había coordinado más gente que en las huelgas generales de este país para tener hambre todos a la vez y además tener todos antojos de pizza.

Como me consta el nivel de alguno [plural en singular que incluye ambos sexos (el mío y el del resto)] de los lectores de este blog (no seamos ególatras, hay quien no se ha de dar por aludido/a, no siempre vas a ser tú), he de decir que cambiaré el nombre de la calle en que ocurrió el suceso. Lo sé, es extraño que no sea así, pero “Pelopicopata” no es un nombre real de calle. El resto de datos sí que obedecen a la sorprendente realidad.

Érase que se era un lluvioso sábado futbolero de muchísimo trabajo. Un servidor lleva un pedido más, a Pelopicopata, 2 1º C. He de decir y digo que se trata de un barrio conflictivo y a pesar de haber sufrido algún capítulo digno de contar (ya aparecerá aquí, ya), era un viaje sin mayor transcendencia ni peligro salvo el asfalto mojado tras la tromba de agua que llevaba todo el día cayendo.

Llego al portal, llamo al telefonillo (siempre me he preguntado por el nombre de este artilugio: ¿telefonillo?, ¿cuándo han sido los teléfonos de las casas cuadrados, con ventanitas y botones perfectamente colocados?, ¿cada botón era para llamar a una habitación? ¿Y los telefonazos? Mejor dejarlo ahí, no sea que hallemos la respuesta…). Tras llamar, me contestan con el siempre cálido “¿Siiiiiiiiiiiiii?”. Que ésta es otra. Ya haremos una tesis sobre contestaciones telefonilleras (es curioso cómo con un “¿Quééééééééé?” es posible saber si el cliente acaba de triunfar con su pareja, si está en mitad de una discusión, si su equipo de fútbol acaba de meter un gol o si, simplemente, te has equivocado de casa; otro día sorprenderemos con nuevas y revelantes investigaciones).

El caso es que la contestación ya, de entrada, era cuando menos intrigante. Tras decir el preceptivo “Buenas noches T--------“(no seré yo quien haga publicidad gratuita, no sea que suban las acciones en Bolsa y ahora que yo pensaba comprarlas todas se me fastidie mi futuro retirado del mundanal ruido). La mujer que estaba en su casa me dice que ella no ha llamado. Como siempre en estos casos le repito la dirección, no fuera a ser que yo hubiera llamado a otro piso qué sé yo, pensando que Angelina Jolie por fin se había dado cuenta de que yo la convenía más que Brad. Me dice que sí, que la dirección es ésa pero que ellos no han pedido nada. Vuélvome a la tienda, llámole al cliente telefónicamente para que me confirme la dirección.

Me la confirma. Es correcta.

Vuelvo al lugar del crimen. MIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIC. “¿Siiiiiiiiiiiiii?”Una ventaja de este ¿trabajo? es que te da una agudeza auditiva sin parangón. Cuando oigo que la contestación me la da la misma mujer que antes, un poquito de mosqueo sí que tuve. Pero puse voz de hombre (este truco ya lo explicaremos, ha salvado vidas) y dije otra frase similar pero no igual. La dulce clienta de Pelopicopata me espetó con un “Jooooooooooooder. Ya ha venido un compañero tuyo y NO HEMOS PEDIDO NADA”. Bien; ahí aprendí que yo era capaz de poner voces y pasar la prueba. Pero no, no era capaz de entregar una maldita pizza.

Yo ya chorreaba; intuía que la pizza hacía un rato que también. El cajón de la moto es un prodigio de goteras, filtraciones y huecos varios. Vamos, que se comenta que utilizan estos herméticos artilugios usan para traer osos panda desde China; no es que tengan hueco para respirar, es que pasan frío los pobres animalitos. El portal tenía un techo bastante amplio, bajo el cual había dejado la motoburra aparcada. Comprobé que la pizza no respiraba: estaba pasando frío. No es que le hubiera afectado la lluvia, es que si tenía que volver a aquella casa, en el siguiente viaje ya le llevaría una pajita para tomarla.

Total, que como un dejavu cualquiera, siento que lo que me está pasando ya lo he vivido: vuelvo a la tienda para que el cliente me confirme la dirección. Me la confirma. Aquí aprecio que en aquella casa él coge el teléfono y ella el telefonillo. Sabemos quién manda. Hablo con el que lleva los pantalones en casa:

-Buenas noches. Le llamó de XXXXXXXXX (no es porno, salidos); llamaba para confirmar la dirección puesto que el repartidor ha estado allí dos veces y dice que le han dicho que no es correcta (sí, inculpo a “el repartidor”, ficticia 3ª persona; esto es válido por si hay bronca telefónica, luego, al llevar el pedido le doy la razón al cliente diciendo que el de la tienda era un gilipollas…. (todo por la propina)).

-Buenas. Ya ha llamado antes, ¿verdad? Pues como le dije antes, C/Pelopicopata, 2 – 1ºC. Aquí no ha venido nadie y no hemos oído moto alguna por aquí y créame que la hubiéramos oído, que estamos en la terraza esperando la cena.

Le comenté que sí que había ido alguien, un honrado pizzero que (por lo visto) había hablado con su mujer por el telefonillo y que ella le contestó que no habían pedido nada. El hombre, con malísimos modales nos dijo que no había llamado nadie y nos tildó de inútiles y nos dijo que no esperaba que le atendiese ningún ingeniero pero es que no valíamos ni para estar en una simple pizzería…

Vale, no soy ingeniero. Pero para una simple (y hasta para una compleja) pizzería yo sí que valía. Llámame mono, pero no me tires cacahuetes. No toques (no mires, no huelas, no pienses) en mi ego pizzeril, en mi honor motorista, en mi valía como repartidor, porque se puede liar parda, es más que posible que se cague la perra y lo que es peor, pudiera ser que fuésemos pocos y que pariese la abuela. Allí mismo, delante de nosotros.

De todas formas, allí algo no cuadraba. Que no habíamos hablado con nadie, decía…Caían chuzos de punta y el colega estaba esperando en la terraza. Estos datos eran extraños si bien no eran significativos, habida cuenta de dos clientes que teníamos en cartera: uno siempre pedía la pizza los jueves, a la 1 de la madrugada, en medio de un parque fumándose un canuto, en manga corta. Una vez, nevando, yo llegué allí con dos pares de guantes, el pijama debajo, sabe Dios cuántas sudaderas y hasta gorro de lana. Si el muñeco de Michelín, al verme, me dio el teléfono de un experto en adelgazamiento… El colega aquel del parque ese día sólo dijo “Uy, hoy parece que refresca…”. Habrá muerto de calor cualquiera de estos inviernos que estuvimos a 5 ºC. El otro cliente (palabrita del niño Jesús) nos hacía entregar la pizza en la calle trasera a su casa (era una casa baja) para que la empresa de la competencia (sí, otra simple pizzería) no supiera que a veces les traicionaba. Era un hombre mayor que siempre había pedido a los otros hasta que un día probó nuestras pizzas y le gustaron más. Sin embargo se sentía responsable de tan alta traición. Seguro que KGB, MI6, CIA, Mossad y la T.I.A. le seguían los pasos al sin escrúpulos ése…

Volviendo al húmedo sábado, emprendí mi tercer viaje a aquella casa. Qué dura es la vida del pizzero. A ver qué le decía yo ahora. ¿Buenas noches?, ¿Hola qué tal?, ¿Qué hay de nuevo, viejo? Con dos bemoles llamo a ese conocido telefonillístico botón (creí ver mis huellas dactilares ya impresas en él) y ahí ya no hubo conversación virtual. El contacto humano es el mejor contacto posible, debió pensar la mujer así que para qué las tonterías: bajó al portal a conocerme (lo entiendo, es que estoy para conocerme). Creo recordar que “guapo”, “bonito” y “majete” no salieron de su boca. No sé qué de me iba a meter la pizza por no sé dónde y no sé qué de mi madre y la Casa de Campo.

Pues hombre, de naturaleza violenta no he sido nunca. Ahora bien, si hablo con educación, estoy en un trabajo aguantando carros y carretas, soy respetuoso con la gente y ponen en duda la honradez de mi madre (aviso a navegantes), quizá haya algún orificio corporal al que puedo darle, también, la función de entrada.

Como quiera que la mujer bajó con dos chavales jóvenes, probablemente sus hijos, y uno de ellos me dijo que si quería pelea, pues claro, aquello acabó como preveían las apuestas (en la tienda estaba 12 a 1 a que había hondonadas de hostias).

Acertaron.

La contienda empezó como todas las contiendas en España: me acerco a ti, te miro como si estuviese loco, te digo que qué pasa contigo y ya está. Te invado tu espacio vital, pero no me atrevo a nada más. Ése fue el menos valiente de los dos. El otro, uuuhhh, qué machote, tiró la moto de una patada. El menda lerenda, radical defensor de la filosofía zen, el taichí y demás mariconadas (sí, podemos llamarle también “ciencias espirituales”, cada cual que se engañe como prefiera; yo lo hago con Angelina), prefirió no comenzar a dar a diestro y siniestro. Más que nada porque si empezaba me quedaba solo. Y la soledad no mola, es triste.

Bueno, pues tres son multitud, ¿no? Pues sí. Entró la tercera en el ajo: la mami me tiró la bolsa térmica (eufemismo donde los haya) y los hijos comenzaron el insulto personal. Así que para equilibrar la lucha tomé un aliado.

En una esquina, con calzón rojo, Robber y su pitón motera. Con 150 kilos (dos sudaderas de lana de oveja merina me contemplaban) y una mala hostia sólo equiparable a lo mojado de sus ropas.

En la otra esquina, calzón azul, la familia Basurilla. Con una falta de higiene y piezas dentales equivalente a la falta de agua en el Cañón del Colorado. 30 dientes conté… entre los 3.

Las televisiones habían pagado una pasta gansa. La bolsa ascendía a 35 millones de dracmas griegos; retransmisión on live para 156 países. Todos los canales habían interrumpido su emisión. Ese día hubo caída de las bolsas; daba igual. Mayor atentado terrorista de la historia. No importaba. El Atleta ganó la Champions. ¿Y qué? Aquello detuvo el mundo.

El pequeñín de los Basurilla que me pega un manotazo en la cara; el mayor, patada en las espinillas. Dado que yo tenía trabajo y que cobro por pedidos, no podía estar allí pelando la pava. Además, qué pensaría de mí esa legión de fans locas, histéricas, desequilibradas, que iban siempre tras mis pasos. De un solo movimiento, pitonazo a uno en la cara y puñetazo a otro en los dientes. Empezaron a sangrar inmediatamente. La madre, vivan las madres, les dejó allí a su suerte mientras se metía en el portal…. ¡¡a seguir viendo la pelea!! (Echó en falta una bolsa de pipas). El pequeñín volvió a la carga; el mayor ya había llegado a la edad en que hay sentido común. Se retiró a tiempo.

Al enanillo me le podía haber cenado con patatas. Por hambre no sería. Pero la madre, la valiente madre, estaba a buen resguardo sufriendo de lo lindo por su hijo, así que le dije que se tranquilizara, que no iba a hacerle nada más. Me suplicó perdón, que no volvería a pasar… (Que no volvería a pasar ¿qué?, ¿qué no volvería a pedir pizzas en su vida?). Total, que me dijo que por favor esperara y se subió por las escaleras. Yo, que me había subido en banderillas, pensaba que aparecería el marido, el telefonero, un rival a mi altura. Por fin. Estaba ya viviendo mentalmente el futuro combate, planificando las más hombrías técnicas de lucha como tirar del pelo, arañar la cara o la nunca bien ponderada patada genital, cuando volvió la mujer. Sola.

Me dijo que por favor le devolviera a su hijo y a cambio me dio dinero. Sí, estaba pagando el rescate…. Cuando vi la cantidad, lo entendí: me pagaba la pizza. Acto seguido, tras el niño, le entregué la cena (¡maldita sea!, ¡olvidé la pajita!). Así que, a pesar de que decían no haberla pedido, se la quedaron.

……………………


Al llegar a la tienda me comentaron que había llamado el cliente. Pidió mil disculpas, sentía haber sido tan borde y si nos habíamos molestado, rogaba que le perdonáramos. Debió haber traspapelado algún folleto o algo así. Era la C / Pelopicopata, sí. Era el 2, sí. Era el 1ºC, sí. Pero no era Torrejón, era en San Sebastián.

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