domingo, 28 de diciembre de 2008

EPISODIOS NACIONALES (II)

SEGUNDA SERIE, LOS LUPANARES. ESOS GRANDES INCOMPRENDIDOS

Vaya por delante que nunca he necesitado de entrar en estos sagrados lugares por motivos personales, tan sólo profesionales. Sé que esta explicación no se la cree nadie pero a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar... que jamás volveré a pasar hambre, así que no se descarta nada en esta vida de sinsabores (bueno, sabores los hay a cascoporro en estos lugares...).


Pase, joven, pase

Resulta que un día cualquiera,en mi más profunda ignorancia, me toca ir a llevar una pizza a uno de estos lugares tan solicitados. Las luces de neón rosas no me decían nada. El luminoso letrero con una mujer dentro de una copa, tampoco (repito, mi primera experiencia burdelística, a día de hoy algo voy asociando yo solito).

Entro en aquel oscuro lugar (todas el presupuesto para las luces se lo debían haber gastado en el cartel de la mujer) cuando me acerco a la barra, como hacía en cualquier bar normal. El hecho de que la camarera llevara menos ropa que Espinete,no sé, me sorprendió. Y cuando por fin pude mirarla a los ojos descubrí que de buen rollo, buen rollo, no iba sobrada la mujer (mujer hecha y derecha, ya casi encorvada). Pregunto por el nombre que nos habían dado (ahora no recuerdo si Jenny, Cindy, Pamela o cualquier otro nombre claramente virginal e inocente) y me dice que entre por la puerta del fondo.

Pues vale, pues entro.

¡¡¡¡Ay, Dios!!!! Aún no se me ha quitado la imagen de la cabeza (esto pasó cuando Franco era corneta, aviso). En el cuarto había un hombre gordo, peludo, con cara de sabe Dios qué y con una chepa con la que seguro que le habían tocado ya dos o tres millones de veces la lotería. Estaba de pie, junto a la cama. Ella... ella no. De hecho, no creo que ella tuviese hambre, así que imaginé que la pizza era para el Duke (así, con k).

En honor a la verdad he de decir que ella era una profesional como la copa de un pino; no la importó que hubiera alguien más allí (¿quizá le gustaba la idea?). Ella había ido a hacer un trabajo y a fe que lo iba a acabar. Menos mal que el hombre se sintió algo incómodo (y no era para estarlo, dada la situación) y le dijo a aquella aspiradora humana que parase.

Me pagaron la pizza, me hundieron la vida y me fui. Desde entonces es que ni me toco para mear.


Lopene de Vega

Había una cosa que me ocurría siempre al llegar a estas casa de citas. Imagino que le sucedería lo mismo al gremio de pizzeros al completo... bueno, sé de uno al que seguro que no.

En cada pedido, al hacer la entrada triunfal tras la puerta blanca a la que empujabas pero siempre había que tirar (alguna vez intenté hacerme alguna regla memtécnica con el tema pero acabé liado: a esos sitios vas a tirarte alguna empujando... así que no me sirvió), siempre, siempre, siempre, y a pesar de que uno iba enfundado con moto (sé de uno que metió una dentro una vez), chubasquero, gorra y comida, siempre, repito, llegaba alguna ofreciéndose (sabe Dios qué fantasías habrán tenido que cumplir las pobres).

El caso es que con tu santa paciencia decías que no, que estabas trabajando (ellas seguían; sabe Dios qué fantasías....) y ya, cuando veían que no tenían nada que hacer con el único menos de 120 años del local, subían la oferta: te sugerían la pizza como moneda de cambio. Qué queréis que os diga, alguna vez y en el supuesto de que alguna de ellas no hubiera vivido la Guerra Civil, yo me lo hubiera planetado. Total, con llegar a la tienda y decir que te han asaltado (la virginidad en este caso, ¡menos mal que aún la conservo!), era suficiente.

Pero es que ellas mismas te enseñaban por qué se dedeicaban a eso y no, qué sé yo, a impartir filología hipánica, por poner un ejemplo. Como comerciales, tampoco hubieran vendido ni un vaso de agua en medio del Gobi. Tú estabas allí, queriendo salir, esperando a que quien fuera saliera del cuartucho (la otra opción era entrar, y ya conocemos el capítulo de Jenny-Cindy-Pamela) y se te acercaba esa mujer, sonriendo con sus 12 dientes (que ya era mala suerte que no estuviesen seguidos) y te decía lindezas literarias del tipo:

  • “Hola, mi amol [siempre con l; sería por lo de los 12 dientes]. ¿Esa picha [siempre] es de calne?, ¿y si me la cambias por otra calne mejol? [que me gustaría saber por qué decían “otra” y no “otla”]”. [Una vez, lo juro por el Colacao Turbo, a una la contesté que no era de carne, que llevaba pescado. Mi arrepentimiento sigue vigente hoy día; no pienso contar nada de cómo acabó aquello].

  • “Hola, bombón. ¿Qué te parece que me des la picha y yo te de el postre?. Hoy tengo mucha, mucha hambre”

  • “Hola, guapo, y si nos comemos la picha juntos y si me quedo con hambre ya me busco yo por dónde seguir?”....

Bueno, esa es la idea. La idea es que siempre iban a lo mismo. Llegué a pensar que aquello era vicio puro y duro. De hecho, un día una de ellas me dio su teléfono para que la llamara cuando no trabajaba. Le había parecido muy guapo y quería conocerme. Recordemos el presupuesto dedicaso a las luces interiores; de ahí que nunca la llamara, no quería quitarle el mito de pizzero atractivo.

El caso es que llegué a la conclusión de que aquellas mujeres necesitaban dos cosas: un curso de literatura rápida (bueno, intuyo que en la pobre vida de aquellas mujeres todo era rápido) y algún que otro hombre digno de ver (los que había en los lugares cuando yo entraba eran dignos de no ver), así que desde aquí hago un llamamiento a los hombres guapos (yo no cuento, esto es como los concursos, en los que no pueden participar organizadores ni familiares) para que les den alguna alegría a esas mujeres que tan buena labor social hacen. Que se lo han ganado.


Por tonto

Otro día llego a uno de estos lugares onde tanto se disfruta y me encuentro lo siguiente: un hombre de una cierta edad rodeado de cuatro mujeres de cierta desvergüenza. Explícome. El hombre no llevaba una tajada, llevaba el melon entero; ni veía, sólo medio sonreía (ése era todo el control que tenía sobre su cuerpo) y ellas le estaban desplumando a velocidad de escándalo. Al pobre hombre le decían que pusiera el billete en el esocte de alguna de ellas, y con el roce del pechamen (que ya ves tú lo que se enteraría de aquello), las 5.000 ptas. estaban justificadas.

Naturalmente, el pedido “lo había hecho él”. Según saqué la pizza, las cuatro víboras se abalanzaron sobre ella, las cuatro raciones de alitas y las cuatro bebidas; él sólo sonreía. Ellas me miraban complacidas. Tanto, que ni se ofrecieron a nada, simplemente me preguntaron cuál era el precio. Éste no llegaba a las 3.000 cucas pero dado que las vueltas no se las iba a quedar él, redondeamos: 4.995 ptas. Todos allí sabíamos la verdad, pero era la táctica de la hiena: no me jodes, no te jodo (curiosa táctica tratándose de las mujeres en cuestión).


Código secreto

En uno de las últimas ocasiones en que tuve la fortuna de entrar en uno de estos lugares de olorosa concentración y dudosamente salubre sabor (a Dios gracias que no lo sé en primera persona), resultó que infringí la ley no escrita (entonces no es ley, ¿no?) de los tugurios sexuales.

Resulta que en cada uno de estos centros de placer hay tantas banquetas como mujeres. Si te sientas en una, automáticamente, pasas al lado oscuro de la sexualidad masculina. Sentarse en una banqueta es sinónimo de que no has ido allí a pelar la pava (si acaso a que te la pelen a ti).

Pues en otra de estas situaciones en las que evito el momento Jenny-Cindy-Pamela y como se alarga y se alarga (cuidado, hablo del momento, no de nada más). Pues eso, que se alarga que el cliente baje, voy (como al cuarto de hora; sí, el tío era una máquina para lo que allí desfila) y me siento. No he terminado de poner mis ingenuas posaderas en aquella banqueta de mala muerte cuando se me abalanzan dos mujeres de vida difícil (y banqueta fácil). La segunda parte del juego es que se dejan sobar hasta el páncreas (si no, ellas hacen que las sobes) y con quien elijas quedarte, digamos que gana. No sabéis la suerte que tenéis de saber esto mediante un blog. Ni idea.

Allí les dio igual a ellas, a la camarera, a los clientes y a los gorilas de “CONTROL” (por cierto, se llevarán plus por publicidad?) que yo estuviera con el disfraz de pizzero (una vez más: sabe Dios qué fantasías...). Allí me miraban con odio nada escondido; si me había sentado en la banqueta era porque buscaba, inequívocamente, tumbarme en la planta de arriba.

El cliente tardó aún un rato en bajar. Para cuando lo hizo yo estaba enzarzado en una discusión con dos hombre que, curiosamente, se habían mantenido en pie todo el rato (he aquí otra cosa digna de saber: la de tíos que entran, sobran, soban y requetesoban -siempre de pie, claro- y luego se van). El cliente acabó defendiéndome, aunque con la sonrisa con la que bajó el primo, sinceramente, a ése le daba todo igual. Incluso me dio una propina digna de mención. Sí, le daba todo igual

Así que, jóvenes, si alguna vez os veis forzados a entrar en algún sitio de éstos (salvo Pocholo, a los demás siempre “nos harán el lío”), recordad el código que se gastan.Yo tuve suerte con los gorilas, porque si llegan a ser de “DUREX” hubiera acabado muy mal la cosa.



Feliz 2009.


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